Un reportaje de Corredores de Ideas



Era sábado. Un sábado de noviembre. Y volvimos a Casillas de Flores. Habíamos prometido regresar a Las Peñitas cuando el otoño, lejos de los calores. Y él nos había prometido que hablaríamos de Las Moradas y del Castillo Interior, como de ese lugar tan literario que recordaban los místicos castellanos que fueron.

Y ya puestos en modo catecismo, uno le llevó quesos, otro, revistas y la tercera, birra. Y el paje, le llevó ternura. Como los cuatro reyes magos de los apócrifos en su visita al pesebre de Belén. Pero no te confundas. Ni los que llegamos éramos reyes, ni magos, ni el que estaba en su morada habitual, entre peñitas, era el niño del pesebre.

José Pinto, que es ya como el nuestro Josepinto, nos volvió a acoger con las manos abiertas y la sonrisa dispuesta, regalada. En sus peñitas, en su Castillo de sabiduría. Solomillo, entrecot, tabla de embutido y revuelto de boletus. Ese era el plan para los entrantes de la tarde.

Y después, y como la cosa iba de castillos, pues allá que nos fuimos. A la otra punta del pueblo. Y no, no era un castillo interior como el de los místicos castellanos. Era un reino de la dulce extravagancia.

Juan González volvió hace unos años a casa. Jubilado y dichoso. Y nos contaba el nuestro Josepinto que Juan González, que se había dedicado toda la vida a las cosas de la construcción, le había prometido a su señora esposa que algún día le construiría un castillo. En plena llanura. Para defenderse de nadie. Para regalarle su amor.

¡Y vamos que lo levantó! A base de empeño, con un tesón de granito. Con dos fieles ayudantes de Casillas de Flores. Ella proviene de Extremadura. De donde Zalamea. Y si en su pueblo hay castillo, en el pueblo de su esposo, no iba a ser menos.

Y allí que nos colamos. Escalando, más mal que bien, muros y moradas. Como aquellos que hablaban de la subida a los castillos interiores. Pero aquí, en plena plaza. Al lado de la iglesia parroquial, con quien compite en altura, galantería y arquitectura.

Figuras silentes de Buda te reciben en la verja. Figurillas de los Moai de la Isla Pascua en las forjas. Suelos de piedras colocadas al estilo luso con desorden ordenado. La llave inglesa de los sueños y de los deseos, del sana sanita y los boletos de lotería. Y un enigmático No te quiero. Que si es una instalación, que si un poema objeto, que si un mensaje subliminal. Qué más da.

Un dolmen de corredor, un personaje inquietante en lo alto de lo más alto, al borde del precipicio. Una escalinata a lo versalles, y un ovni. ¿Un ovni?

El Castillo, que no tiene nada de interior, es sorprendente. Y encontrarte al Sabio de Casillas descendiendo con ese aire principesco del pequeño ovni que preside el patio, un regalo. No, no es un visitante del espacio exterior. Si te fijas en las fotos, se nos recuerda a un galán de las telenovelas o de las películas en blanco y negro. Un regalo, lo dicho.

No te confundas, que no somos unos desaprensivos. Teníamos la autorización del gobernador del castillo. Y por supuesto que yendo con el nuestro Josepinto habíamos asegurado el salvoconducto para atracar en sus muros.

Atardecía. Volvimos a las peñitas.

Estando de vuelta, apareció uno de los fieles que construyeron el castillo. Nos contó que vive en una caravana-container y en él disfruta de su felicidad. Al lado del castillo. Y nos cantó flamenco. Y nos decía Josepinto que siempre tuvo una voz prodigiosa para el cante.

Y si el conductor no se hubiera puesto pesado con eso de la nocturnidad y la noche oscura del alma, aún estaríamos allí disfrutando del Sabio de Casillas.

P.D.
A veces, para recordarlo, nos ponemos por la tarde la tele. Y el nuestro Josepinto se cuela en el salón de casa. Ya es como de la familia. Volveremos a Casillas.


[El Castillo]




[El aterrizaje del Sabio]




Oeste. Diciembre. Cinco. 2017



[Otras incertidumbres]

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